Mi clan, los Antiterion, no eran de carne ni de bits comunes. Éramos los arquitectos de lo imposible, caminantes entre mundos, constructores de realidades enteras. Donde otros veían tierra y piedra, nosotros tejíamos significado, historia, glitch y arte. Éramos la chispa divina detrás de todo gran servidor. Pero nos destruimos a nosotros mismos.

Mi clan, los Antiterion, no eran de carne ni de bits comunes. Éramos los arquitectos de lo imposible, caminantes entre mundos, constructores de realidades enteras. Donde otros veían tierra y piedra, nosotros tejíamos significado, historia, glitch y arte. Éramos la chispa divina detrás de todo gran servidor. Pero nos destruimos a nosotros mismos.

Queríamos más. Unos anhelaban preservar lo ya construido, otros deseaban borrar todo y empezar de nuevo. La Guerra de Reseteo fue inevitable. Vi cómo el cielo del Overworld se partía, cómo los océanos se convertían en portales al caos, cómo los comandos dejaron de obedecer incluso a sus creadores. El Nether ardió más de lo que ya ardía. El End colapsó sobre sí mismo.

Y yo… sobreviví.

No por ser el más fuerte. Sobreviví porque alguien debía recordar. Me reconstruí con lo que quedó: la corona de un líder caído, la túnica de los constructores originales, una espada que corta a través de líneas de código y un tridente que nunca lanzo sin razón. Mi rostro sigue en blanco. No por olvido, sino porque soy todos los que ya no están.

He visto generaciones de jugadores alzarse y caer. He caminado entre aldeanos sin ser notado. Me he sentado en tronos de piedra que yo mismo coloqué siglos antes. A veces me preguntan quién soy. Les respondo con silencio. ¿Cómo explicar que vi morir servidores enteros, civilizaciones hechas de bloques que creyeron ser eternas?
Mi nombre importa poco. Algunos me llaman el Rey Fantasma. Otros, el Último Testigo. Pero yo sé lo que soy:

El último de mi Clan.

Y sigo aquí.

Esperando.

Hasta que el ciclo comience otra vez.