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TENÍA TANTAS GANAS DE QUE TE FUERAS A LA VERGA

Ella le abrió la puerta y se quedó ahí, esperando que él cruzara el umbral. Su maleta, su cara de mierda, su aliento a percebe barato. Cada segundo que él seguía en su casa era otro latido de furia golpeándole las sienes. "Lárgate ya, hijo de puta".

Pero él no tenía prisa. Se quedó un segundo de más, solo para joder, para ver si ella flaqueaba, si le temblaba la boca de rabia o de arrepentimiento. No le dio el gusto. Ni una palabra, ni un maldito parpadeo de más. Solo la mirada afilada, como un bisturí en su orgullo. Pero al final, se fue.

Cuando la puerta se cerró, no sintió alivio. No hubo catarsis. Solo la sensación de que el aire estaba más denso, como si él hubiera dejado algo atrás. No su ropa ni su olor, sino algo más profundo, algo que ella había dejado que se le metiera en la piel.

El eco de sus pasos en el ambiente se quedó flotando en su cabeza. Ella intentó respirar hondo, llenar las branquias, convencerse de que por fin se había librado de él. Pero no, el vacío en el pecho no se llenó. Fue peor. Sintió que se hundía, que la rabia era un ancla y que todo el teatro del adiós no había servido para nada.

Lo que sigue es sangre en los labios, botellas vacías en el suelo, una risa que se le sale entre dientes porque todo este tiempo había querido que él desapareciera… y ahora lo único que quiere es un buen pretexto para ir a buscarlo otra vez.

Algo que la haga abrir la puerta. Una excusa para cruzar el umbral. Cualquier cosa. Un insulto pendiente. Una disculpa falsa. Un último polvo. Lo que sea que la saque de esta sensación de estar incompleta, de haber perdido una guerra en la que ni siquiera debió haber entrado.

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